lunes, 26 de octubre de 2009

El cuento de Navidad de Auggie Wren, Paul Auster.

Le oí este cuento a Auggie Wren.

Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una. Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías.

Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.













Componiendo trozos de vida



SENCILLEZ:

Alguien debería decirle a todos los padres del mundo que ser joven no es nada malo. No somos insoportables ni tampoco lastimosos. No molestamos, tan sólo chillamos de vez en cuando. Vale, lo cierto es que nos encanta berrear. Y es que los jóvenes somos locos, impulsivos e incluso radicales por naturaleza. Tenemos el afán de alborotar cuando creemos que estamos ordenándolo todo y nos gusta escuchar música de esa que los mayores consideran ruido. Nos decantamos por los colores fuertes, por las tendencias de lo caótico, por la manía de un cigarrillo en mano y la palabrería en la boca. A decir verdad, nos creemos los más listos. Las extravangancias son nuestro fuerte. Y al contrario de lo que piense la gente, ser joven no está reñido con el sentido común aunque intenten imponérnoslo a todas horas: Que si razona, que si piensa las cosas antes de actuar... bla, bla,bla y todas esas ñoñerías que no paran de repetirnos. Qué manía tienen con hacernos cambiar. Ya tendremos tiempo para hacernos viejos.

Total, somos más inofensivos e inexpertos de lo que la gente se piensa...



Pero shh...no lo digas!
...podrían descubrirnos

FOTO:Eugenia en la Ciudadela, Pamplona.






REGLA DE LOS TERCIOS:

Hazme recordar, como aquel 20 de septiembre, el color de las hojas del otoño, ayúdame a imaginar cómo eran las puestas de sol de ese verano casi terminado. Y es que no me canso de volver atrás... Por aquel entonces apenas éramos unos desconocidos, dos chicos que se encontraron casi por casualidad pero que compartían la misma idea del recuerdo. Y con el paso de los meses fuimos modelando nuestro sarcasmo en el pensar. Tú a veces venías con ganas de chincharme y yo me dejaba enzarzar en tu cariño disfrazado de ironía, y entre tanto seguía pasando un tiempo largo para nosotros pero corto para soledad. Sí que es cierto que nunca coincidimos en algunos detalles pero la tolerancia nos hacía recapacitar y descubrir que había bastantes maneras de ser, si cabe el término, un poco más rebeldes. Ambos creíamos en la confianza de no enamorarnos jamás, tú eras el que se protegía a capa y espada de este pseudomal mientras yo argumentaba con falacias de sentimientos contradictorios para que nuestra teoría tuviera sentido. Pero nunca la tuvo, al menos ahora... porque la soberbia se encargó de castigarnos, y nuestra condena fue experimentar juntos lo que antes era un tormento.

FOTO:Diego y autora en un parque de El Burgo, La Coruña.




LINEAS:

-Ring...ring...ring!!!

-Hola!Este es el contestador automático de Arancha Corbal. En estos momentos no estoy en casa, así que puedes dejar tu mensaje después de oír la señal. [Piiiiiiiii....]

-Era evidente, nunca estás en casa. Siempre tan ocupada y dispuesta que nunca tienes tiempo para misma, sólo para los demás.
Pero lo que yo quería decirte hoy no era esto, sino felicitarte por tu cumpleaños, que poco a poco has ido creciendo y me has enseñado a madurar contigo.

Recuérdanos, tan pequeñas y la vez tú tan mayor. Porque de eso se trataba, eras mi hermana mayor y lo sigues siendo. Fuiste tú quien me enseñó a montar en bici, la que enseñó a nadar, la que comenzó a llamarme Piru. Eras tú la que en los momentos difíciles me daba la mano, la que me hacía la merienda, la que me inculcó el amor por los caballos. Era contigo con quien hacía bizcochos en las tardes aburridas. Me llevabas a cenar al dique y fui la primera en montar en coche contigo justo después de que te sacaras el carnet. Fue por que en la adolescencia conseguía pases gratis para entrar en el Playa Club, y fue la época también en la que comenzaste a trabajar y no parabas de comprarme ropa y me llevabas al cine y también a pasear. De vez en cuando me regañabas, sólo de vez en cuando... Y en esa misma etapa de mi vida, en mi edad puverta, te fuiste. Te marchaste a vivir fuera y yo me adueñé de tu cuarto, de tu sitio en la mesa y de tu hábito en el sillón. Me adueñé de tus pósters y de tu música y poco a poco se me contagió ese carácter que tanto solemos copiar las hermanas pequeñas a las mayores. Es verdad que hubo momentos de discusión pero a día de hoy hablamos casi todos los días y me alegro muchísimo más que nada porque antes tu tenías tu vida, pero ahora la compartimos juntas.

FOTO: Mi hermana mayor, Arancha en Berdeogas, La Coruña.




15 Razones para amar la Danza Clásica:

-Porque es lo único que me llena.
-Porque siempre tengo ganas de seguir aprendiendo.
-Porque me gusta autosuperarme.
-Porque lo llevo practicando desde mica.
-Porque nunca me cansa.
-Porque puedo transmitir lo que siento con apenas un giro.
-Porque es lo más parecido a volar.
-Porque me dejo llevar.
-Porque es un arte terriblemente difícil.
-Porque cada día descubro algo nuevo.
-Porque significa mucho para mí.
-Porque lo valoro demasiado.
-Porque me deja los pies hechos trizas.
-Porque me quita el aliento.
-Porque es Ballet.


FOTO: Clase de danza en la escuela de Almudena Lobón, Pamplona.




FIGURA Y FONDO:

Soy todas las sonrisas, las decepciones, las iluminaciones. Soy el sol de verano y las brisas del invierno, las flores aún sin llegar. Soy todas las veces que te vi llorar, todos los momentos de tranquilidad, los de impaciencia, los momentos de soberbia y seriedad.
Soy tus partituras, tus conjeturas de la vida todavía sin terminar. Soy todas las mañanas con viento fresco y muchos de los debates a grito abierto. Soy tus ideas, y las mías. Soy mi ciudad.
Soy los abrazos y las mentiras, los rumores, las delicias, los días de libros, los de ilusión...todo eso soy yo.
Soy mi familia, mis amigos... soy mucho más que todas las maneras de comportamiento. Soy mi propia personalidad modelada por el tiempo, por las tristezas y las experiencias que me configuran sin cesar. Soy todo y no soy nada. Soy lo que quiero ser y lo que he sido. Soy mis arrepentimientos, mis pensamientos y mis maneras de actuar.
Soy Ego, y aquí permanezco, porque vivo y sigo siendo.

FOTO:Arancha en Berdeogas, La Coruña.







ENCUADRE:

No tengo 5 años, sino 19. Me gusta salir a pasear cuando estoy agobiada y estar sola de vez en cuando no es malo, es normal. Yo no soy calurosa, al revés, siempre tengo las manos frías y soy la que odio profundamente el marisco. Con dos copas de vino todavía no estoy borracha y no como poco, como lo que me apetece (que para muchos es bastante para lo delgada que estoy). Odio bajar la basura cuando ya estoy en pijama y correr por toda la casa para coger el teléfono cuando hay gente más cerca que yo. Los fines de semana me gusta pasarlos a mi aire y sin que nadie me despierte a las 11 de la mañana diciendo que ya es tarde. El ordenador no vicia y no tengo traumas provocados por la adolescencia. La madurez ya empieza a ser un estado habitual de mi vida cotidiana y sí, aunque parezca mentira, tomo decisiones por mi cuenta. Mis amigos no me comen la cabeza más que nada porque no soy un títere y una vez más, mamá: mis pintas siempre serán mis pintas.

FOTO: Eugenia en Yamaguchi, Pamplona.





EQUILIBRIO:

-¿Sus palabras? Siempre fueron amargas. Yo, personalmente, tuve poco trato con ella.
Posó el cigarrillo sobre el cenicero y dio dos sorbos a un café que ya estaba frío. Luego me miró, apoyado sobre la silla con cierto aire de distancia. Se apartó levemente de la mesa y volvió a girar la cabeza hacia abajo. Hizo un ademán de hablar mientras jugueteaba con el azucarillo, pero las palabras que quiso articular no obtuvieron ningún tipo de sonido. Negó con la cabeza y finalmente afirmó: -Tuve poco trato con ella, por eso le agradecí que no me dijera adiós cuando decidió marcharse para siempre.
Fue lo último que dijo. Llamó al camarero y pagó, luego me miró con esa media sonrisa dibujada en sus labios. Se puso la chaqueta y desapareció. Yo permanecí sentada unos minutos más, todavía con cara de tonta.
Él tampoco dijo adiós.


FOTO:Arancha en Berdeogas, La Coruña.

domingo, 4 de octubre de 2009

Mercado de Santo Domingo



Naranjas, calabazas, melones, ciruelas y pimientos... en el mercado de Santo Domingo había de todo, frutas y verduras, pescado, las carnes más variadas y un tropel de gente que ese sábado por la mañana se apelotonaba delante de los puestos. Mari es empleada de una frutería que atiende al día a unas 100 personas, y no le cuesta mantener una sonrisa a pesar de las horas de trabajo, los enfados y regañinas de la gente: "Si te gusta tratar con el público no te importa ser agradable, sale solo, aunque todos tengamos malos días".



El mercado de Santo Domingo es un edificio de dos plantas en forma circular. En la de arriba hay varios comercios, esta planta tiene un aspecto más lúgubre y oscuro, para mí toda la alegría aparece cuando se desciende por las escaleras en forma de caracol y aparece una estancia redonda y en el medio una gran boca de cristal que deja pasar la calurosa luz del sol.



Los establecimientos muestran entonces sus colores más vivos reclamando una clientela salerosa. Los tomates se ruborizan encarnados y las berenjenas brillan con una luz clara en contraste a su voluminoso color granate. Pero también merece la pena mirar a los ojos de los vendedores, ellos charlan animadamente con su gente, e intercambian más que hortalizas, rodaballo o un filete de ternera. Aunque no todos son igual de zalameros, allá, en el puesto del fondo de frutas una mujer mira con desdeño a la cámara mientras susurra por los bajo unas palabras a su compañero de trabajo. No hay duda de que quiere que nos vayamos. En un puesto de pescado un hombre muy amable, Andoni, me ofrece tomar instantáneas desde otro punto de vista: "Gallega, métete en el puestico", y nos ponemos a charlar un rato sobre su gremio.








A las 12 Juan nos reúne fuera, tiene bocadillos y un zumo con intención de tentempié. Yo, que todavía sigo a medias con la gastroenteritis al principio reniego pero luego no puedo resistirme a un pedazo de pan con un queso, que según nuestro profesor: "Está suavísimo". Y en lo cierto estaba, y además añado, muy sabroso.






Luego bajamos a rondar de nuevo el mercado, asistimos a una apertura de atún ofrecida cortésmente por Andoni, y tras unas bromas y unas vueltas más me voy a casa.



Fue una mañana divertida, en la que además los compañeros de la asignatura aprovechamos para intimar, conocer a aquellos con los que ni siquiera habíamos compartido unas palabras y para llevarme una buena imagen de la gente que trabaja los sábados, porque yo, con mis peleas con el despertador he aprendido a sonreír también, aunque sea bien temprano por la mañana.